Durante la República Restaurada los gobiernos de Benito Juárez y Lerdo de Tejada buscaron el cumplimiento a cabalidad de las Leyes de Reforma, además de implementar otras disposiciones jurídicas, para lograr consolidar la identidad nacional y despegar el progreso material del país. Al final de la guerra, el Estado mexicano salió fortalecido, los grupos conservadores estaban finalmente derrotados, y se había despejado el peligro de una nueva intervención extranjera. En este periodo se va sustituyendo, de manera gradual, el paradigma del patriotismo liberal en pos del florecimiento de una identidad nacional mexicana. ¿Cómo se presentó este cambio? ¿Cómo el discurso visual que lo acompañaba? Y ¿Cuáles los resabios del tema de la Intervención Francesa y el Segundo Imperio?
El Estado triunfante comenzó a fraguar la memoria a gran escala, que no contempló únicamente el relato escrito personal y testimonial, no se limitó tampoco a las litografías que podrían presentarse en los diarios, sino que programó el relato de la victoria a gran escala: en los textos de historia, en la organización de fiestas cívicas calendarizadas, fue edificando, además, un discurso en piedra: estatuas y monumentos que habrían de recordar los episodios cumbres de los años pretéritos.
La vía primaria para realizar este fin vino de la mano de la literatura. Los polígrafos liberales se dieron a la tarea de forjar la anhelada identidad nacional a través de la novela histórica principalmente. El acto de escribir sobre la incipiente nación mexicana, implicó su diferenciación respecto a otras, tanto en las formas como en los temas. En este sentido para los autores fue de mayor relevancia la función educativa y a la vez nacionalista que la literatura podría tener, más que su valor intrínseco. La narrativa daba énfasis a la majestuosidad del paisaje, las costumbres, la idiosincrasia de sus habitantes y el heroísmo del mexicano ante el invasor extranjero. Estos elementos, fueron fundamentales para la construcción de la identidad nacional, y fueron aludidos una y otra vez en narraciones enmarcadas en las pautas del romanticismo.
Fue Ignacio Manuel Altamirano quien se preocupó por integrar en la literatura los elementos distintivos de la nación mexicana. A finales de 1867 fundó la revista El Renacimiento, y volvió a organizar las tertulias literarias en las cuales se buscó el acercamiento con las facciones agraviadas. Se reabrió el Liceo Hidalgo en cuyo seno habrían de debatirse el sentido y esencia de la literatura nacional, la cual, en palabras del literato guerrerense, “la poesía y la novela mexicanas deben ser vírgenes, vigorosas, originales, como lo son nuestro suelo, nuestras montañas, nuestra vegetación”.
En este ambiente de reencuentro y fundación explotó la literatura impregnada de temas nacionales: aparecieron los cuadros de costumbres de la mano de José Tomas de Cuellar e Hilarión Frías y Soto, las novelas costumbristas de Manuel Payno y Luis G. Inclán, los romances de Guillermo Prieto, y las novelas históricas de corte colonial de Vicente Riva Palacio. Fueron muy populares también los calendarios históricos, que aparecían siempre a principios de año; cuyos diversos contenidos “nos permiten dar cuenta de la ideología de una época, en donde se buscaba reforzar ciertos valores, ideas, creencias y costumbres, con el objetivo de divulgar los nuevos aspectos históricos de la nación que estaba creando sus referentes comunes”.
El cenit de la literatura romántica llegó justo después Intervención Francesa y el Imperio. A diferencia de lo que había pasado 20 años antes durante el conflicto con los norteamericanos, los mexicanos supieron hacer frente a las tropas enemigas de manera organizada y eficaz. Las narraciones, ilustraciones y monumentos que exaltaron lo sucedido en acciones como la batalla del cinco de mayo y la derrota definitiva del imperio, fueron ejercicios que comenzaron a construir la memoria nacional y apuntalar el sentimientos de arraigo y de orgullo patrio.
En el terreno de las artes, sobresalió la pintura de paisajes, encabezada por Salvador Murillo, Luis Coto, y de manera incipiente José María Velasco. Los ambientes y temas mexicanos progresaban cada vez más hacia un nacionalismo pleno y consciente ya de sus raíces, las cuales, tenían como pilares la adopción definitiva de la lengua española, la propagación popular fundacional del país en 1810 y los principios liberales como regentes de la organización jurídica social.
Durante la época de la República Restaurada se puso sobre la mesa un extenso programa de acción lúcido “preciso y vigoroso […] donde se plantaron entonces las semillas de la modernización y el progreso”.[1] No obstante los frutos de este esfuerzo no se materializaron durante esa década, sino en el régimen siguiente.

[1] Luis González, “El liberalismo triunfante”, en Historia General de México, p. 652.
La experiencia de las litografías que acompañaron a la literatura romántica
En este ambiente de renacimiento, como la había propuesto Altamirano, aparecieron textos de corte histórico como Historia de la Guerra de Méjico desde 1861 a 1867 del español Pedro Pruneda y novelas que recuperaron las gestas heroicas recién logradas, como El sol de mayo y El cerro de las campanas de Juan A. Mateos, Calvario y Tabor de Riva Palacio o Clemencia del propio Altamirano. De inmediato, este novedoso instrumento literario, se convirtió en el archivo primordial con el cual conservar la memoria nacional sobre los años de la Intervención y el Segundo Imperio. Además, gracias a su formato de folletería, podía llegar a los más pobres, dando a conocer a la mayoría de la gente los sucesos históricos, acompañados de la consecuente exaltación nacional. Luego entonces, la novela histórica cumplió dos factores relevantes en la memoria colectiva. La primera, dar vigencia misma a la memoria, al reseñar los sucesos históricos. La segunda, fue fomentar la identidad nacional a través de la valentía de los personajes, y la épica de sus hazañas. Ignacio Manuel Altamirano, opinaría así a este respecto, y atendiendo específicamente a la obra de Mateos:
Las novelas de Mateos, cualesquiera que sean sus defectos que les eche en cara la crítica, tienen el mérito de popularizar los acontecimientos de nuestra historia nacional, que de otro modo permanecerían desconocidos a los ojos de la multitud, supuesto que los anales puramente históricos no son fáciles de adquirir por los pobres, ni agrada su lectura por carecer del encanto que la narración novelesca sabe darles.[1]
[1] Ignacio Manuel Altamirano, “Crónica de la semana”, El Renacimiento, periódico literario, p. 162.
De la mano de la novela, iba la litografía, fórmula que había logrado éxito en las publicaciones periódicas. Los talleres litográficos que abundaban en la capital del país volvieron a ponerse a las órdenes de los polígrafos literatos ansiosos por exaltar sus impresiones sobre “la segunda independencia de México”. La ilustración, acompañó a la narración, y presentó al lector los momentos cumbres del relato. La imagen permitía ser testigo de los sucesos más relevantes, además de conocer los rostros de personajes, espiar en las situaciones dramáticas, enorgullecerse de los paladines y padecer con las víctimas. Lo que observamos durante los años inmediatos al triunfo definitivo de la República, es precisamente un reflejo de valores comunes a este sistema: sobriedad, austeridad, justicia y un sentimiento re fundacional de la nación, que pretendía reflejarse en la mayoría de los trabajos litográficos de Escalante, G. Dante, Hesiquio Iriarte, Santiago Hernández y Primitivo Miranda, entre otros.
La litografía que abre el texto Historia de la Guerra de Méjico desde 1861 a 1867, representa precisamente el renacimiento de la República finalmente emancipada. No existían más nubarrones que le hicieran sombra, representa también el justo equilibrio entre el territorio “vigoroso y virgen”, y sus habitantes.
Es importante señalar que la litografía, como la impresión del texto fueron realizados en Madrid. Esta situación pone de manifiesto, el conocimiento de la tradición por el artista García, lo que le permitió insertar en su composición la clásica iconografía del paisaje mexicano. En otro sentido, la litografía y el contenido del texto reafirman el origen liberal y romántico de Pruneda, pero también de un amplio grupo de intelectuales españoles que miraron con simpatía la causa de Juárez. Por otra parte el texto constituye un ejemplo de la poca o nula historiografía europea que iba en contracorriente de aquellos escritos que condenaban la actuación de Juárez y fomentaban la sacralización de Maximiliano.
La litografía que abre el texto Historia de la Guerra de Méjico desde 1861 a 1867 representa una victoria alada, o a la República que emprende el vuelo sobre el territorio virgen. Sostiene en su mano derecha una rama de olivo, como sabemos, símbolo de la paz, la victoria y la sabiduría. Los otros personajes representan a la milicia triunfante y al sector civil quienes miran al espectador ya con serenidad después de un periodo largo de guerra.
[1] Luis González, “El liberalismo triunfante”, en Historia General de México, p. 652.
[1] Ignacio Manuel Altamirano, “Crónica de la semana”, El Renacimiento, periódico literario, p. 162.